PODER ARÁCNIDO
Yo te salvaré, Mary Jane. Yo
te salvaré, Mary Jane.
El timbre suena en casa de Pedro de manera estridente y poco melodiosa.
Hace mucho tiempo que ha sustituido el típico y poco original ding dong
por una sintonía mucho más acorde con su personalidad. No le costó demasiado,
sus estudios de electrónica fueron suficientes para colocar un pequeño
dispositivo en la campana, de esa manera, el aparato ahora recita una y otra
vez las palabras de Peter Parker siempre que alguien aprieta el botón tras la
puerta. Imita la careta roja de Spiderman, y cuando vibra, un curioso badajo
con una tela enrollada descuelga una araña de juguete hasta el suelo.
Se levanta con calma del sillón, no por deseo, sino
porque su cuerpo es una infecta y desagradable pústula gigante. Al hacerlo,
varios pedazos de piel quedan pegados al material del que está hecho el sofá
separándose así de su cuerpo.
Cientos de llagas y costras se extienden por toda su
anatomía fruto del veneno de las arañas que guarda en sus respectivos
terrarios. Aun así no desfallece. Sabe que está muy cerca de cumplir su sueño,
y también sabe que una de esas arañas, alguna de las que aún no ha probado su
ponzoña, será capaz de transmitirle sus anhelados poderes arácnidos.
La voz de Spiderman vuelve a sonar en la puerta del
segundo piso. Gregorio Samsa, el cartero, se maldice una y mil veces en voz
baja cada vez que le toca una entrega en aquella comunidad de vecinos, pues si
el chico de las arañas es extraño, el resto de inquilinos le dan escalofríos.
Como Benicio, el tipo del tercero, que hace que se le
ericen los pelos de la nuca cada vez que se cruza con él por las escaleras
debido al nauseabundo olor que desprende. O el chiflado que sufrió un accidente
de tren y de cuando en cuando le ve hurgar en la basura. O la portera y su
yerna, que ambas parecen sacadas de aquella película que vio hace muchos años
sobre una niña reprimida a la que sus compañeros gastan una broma con un cubo
de sangre de cerdo en el baile de la escuela.
—¿Pedro? —pregunta el funcionario a través de la
puerta—. Soy Samsa, tengo un paquete para ti, de Indonesia. ¿Estás ahí?
Parker camina de forma lastimera arrastrando
los pedípalpos que han surgido desde dentro de su cuerpo sustituyendo así la
función de sus pies. Son una especie de patas duras como la roca y articuladas
por tres puntos distintos. Están cubiertas de un grueso pelo de ébano, y
terminan en afiladas puntas que se clavan en su ya desgastada tarima. Tres
pares idénticos a ese nacen de otras partes de su cuerpo. Uno de la ingle, otro
del pecho y el último de la base del cuello. En total, ocho férreas y
asquerosas patas de araña que nacieron desde de su anatomía rasgando carne,
tendones y músculos.
Sin apartar la vista del televisor, que en ese
momento muestra al escuálido periodista del Daily Bugle enfundado en su traje
rojo y azul mientras le da un serio correctivo a Duende, intenta pulsar el
botón de pausa en el mando remoto con una asquerosa y pegajosa mano que poco a
poco se está transformando en algo indescriptible. No lo consigue, el diminuto
muelle bajo las dos rayas paralelas que sirven para detener la imagen está
demasiado duro para él. Sus manos ya no
son lo que eran, ni sirven para realizar función alguna.
Al lado del aparato, una enorme tarántula de rodillas
azules se pasea libre de barreras por la casa. No es la única, decenas de ellas
han hecho de la casa de Pedro su hogar, infestando de huevos y telas de araña
cada rincón, cada hueco y cada espacio sombrío con el que cuentan las habitaciones.
Otra se pasea por mitad del plasma, ocultando parcialmente la imagen al tiempo
que segrega de la parte posterior de su abdomen una fina tira de tela.
La luz es casi inexistente, pues los cuerpos de los
arácnidos que pueblan los cristales de las ventanas no dejan entrar los tristes
rayos de un sol tapado por las nubes.
—¿Quién es? —dice Pedro desde su posición intentando
llegar hasta la puerta de manera pecaminosa.
Su voz no sale de su garganta como él espera oírla.
Es un sonido lechoso, abotargado, parecido al gruñido de un animal moribundo.
Con todo y con eso, se sorprende de que aún pueda hablar.
Las cosas no han salido como tenía previsto, no
tendría que estar pasándole aquello. Su único anhelo es convertirse en un héroe
con poderes arácnidos, al igual que su idolatrado Spiderman. Salvar de los
villanos a las damas en apuros y detener a los asesinos y ladrones que campan a
sus anchas por las calles, pero es sabedor de que en las condiciones en las que
está no podrá socorrer a nadie.
Lleva muchos meses buscando la especie adecuada que
le transforme en un hombre araña. Sabe que existe, que no son locuras de una
mente enferma, como los médicos, familiares y vecinos se empeñan en repetirle
una y otra vez mientras le miran como si fuera un bicho raro y se separan de él
como si fuera a contagiarles alguna enfermedad incurable.
—Soy
Samsa, Pedro, el cartero —repite desde fuera cansado de esperar—. Una entrega,
necesito que lo firmes. Y date prisa, porque tengo mucho trabajo esta mañana.
Si no vienes ahora mismo me voy.
Una tremenda excitación embarga el cuerpo de Parker.
Si es lo que cree, una preciosa Nephila Clavata vendrá dentro de aquel
paquete. O lo que es lo mismo, la fabulosa araña de tela de oro. Tiene muchas
expectativas puestas en esa especie. No le quedan muchas por probar, y siente
que esa será la definitiva.
Si la picadura de alguna de las mas de cien arañas
que tiene en casa le tiene que proporcionar sus ansiados poderes, la Clavata
es una es una perfecta candidata para producir ese efecto. Aunque a decir
verdad, antes deberá revertir el estado en el que se encuentra, si es que aún
puede hacerlo.
Sigue conservando sus piernas, pero son inservibles.
Sus pares nuevos de patas son las que le sirven para moverse, dejando flácidas
sus extremidades que le siguen como si en realidad fueran las de un muñeco de
trapo. Una de ellas, la izquierda, ha comenzado a rasgarse a la altura de las
ingles. Cree que no tardará en caerse por completo.
Los brazos tampoco los puede utilizar. Cuelgan
inertes de su tronco entre las nuevas articulaciones peludas. Están tan negros
que podrían pasar por dos troncos calcinados en una barbacoa debajo de una
parrilla.
De la espalda han surgido unas duras placas
hexagonales repletas de vellosidades puntiagudas. Cuando alguna se suelda con
su vecina, Pedro nota como si cien cuchillos estuviesen clavándosele en la
espina dorsal. El abdomen crece abultado al final de su cuerpo. Aún es pequeño,
pero cree que ha aumentado en las últimas horas.
Su cabeza sigue siendo la suya, sin embargo, dos
incipientes quelíceros pugnan por salir de su boca. Ya nota las puntas con lo
poco que le queda de lengua. Estos han desplazado hacia los lados al resto de
dientes, convirtiendo su boca en un pozo infecto repleto de inmundicia. Los
nuevos colmillos se abren y se cierran por acto reflejo, dejando asquerosos
regueros de babas resbalar por su cuello.
—Ya voy, Samsa, ya llego... —musita Parker
cada vez más cerca de la puerta.
—¡Pedro! No tengo todo el día, por el amor de Dios. O
sales ya o me largo.
Una gruesa gota de sudor se resbala desde su frente
debido al esfuerzo. Es su peregrinaje por el rostro tropieza con largos pelos
de color caoba que sobresalen de los pómulos, las mejillas y la barbilla.
Pedro apenas ve la puerta. Es solo una macha borrosa
al final de la habitación. Eso si mira con sus ojos, que dan la impresión de
ser dos huevos machacados en una sartén. De ellos se desbarranca una sustancia
blancuzca similar a la leche condensada, solo que esta huele como un camión de
pescado podrido. Con el párpado que le queda puede cerrar uno de ellos, el otro
se cayó por la mañana. Cuando hace esto, sus nuevos globos oculares se ponen en
funcionamiento. Cuatro recién estrenados pares de ócelos que provocan que vea
todo como si viviera preso dentro de un caleidoscopio.
Por fin llega al recibidor que conduce a la entrada.
Es una pequeña estancia de dos metros cuadrados repleta de cajas vacías y ropa
tirada por los cuatro rincones. La puerta es casi algo inalcanzable para él.
Mientras se acerca, barrunta en cómo hará para llegar hasta el pomo con los
apéndices de sus patas.
Un espejo al lado derecho de la entrada semioculto
por un perchero repleto de ropa que jamás se volverá a poner, le devuelve su
imagen. Intenta llorar, pero su glándula lagrimal ya no está operativa, las
arañas no hacen tal cosa. Hace muchos días que no se había visto reflejado en
él, y la visión de su propio cuerpo le produce tanto asco y repulsión, que se
deja caer en el suelo retrayendo sus ocho patas y golpeando el exoesqueleto contra
la madera.
Siempre ha sido consciente de su transformación,
desde que comenzó el experimento, pero en su ya diminuto cerebro de insecto,
los datos no se han procesado de la manera en la que el piensa. El sentido del
tiempo, de las dimensiones y del tamaño, han dejado de ser algo crucial para su
nueva condición. Por esa razón y no por otra, hasta que no se ha visto
reflejado no se ha percatado de que su tamaño es el de una cajetilla de tabaco.
Es una araña común, algo grande si se compara con el
tipo de especie que la gente está acostumbrada a ver en las esquinas de sus
casas, pero un arácnido a fin de cuentas. Siempre había creído conservar su
forma, con sus nuevas particularidades, pero su forma al fin y al cabo. Ahora
que se ve en el espejo, se da cuenta de la insignificancia de su ser.
Pero no siempre fue así...
Pedro está en su estudio. Es una cuidada y pulcra habitación donde no hay
un centímetro de pared sin una foto o póster de Spiderman. En cuatro
estanterías, cada una en una esquina, se encuentran treinta pequeños terrarios
con varias arañas dentro. Algunas solas, otras, las más sociables, comparten
espacio con hermanas y primas similares.
Decenas de libros se agolpan en
la mesa. Están en varias torres perfectamente alineadas, menos uno, que es el
que lee en ese momento con extrema avidez.
El tomo que devora es su libro
de cabecera. Un extenso catálogo de más de mil arañas con sus correspondientes
fotos, fichas, características y venenos. Eso es lo que más le importa. El
veneno.
Sube sus gafas en el puente de
la nariz mientras pasa las páginas totalmente absorto en lo que cuentan. En la
mesa, al lado del libro que estudia, hay un pequeño transportín transparente
con una tarántula Goliat. Por lo que ha leído, sabe que la picadura no es
mortal, pero que su mordedura inocula una buena cantidad de veneno.
Es una araña recia, fuerte, y
del tamaño de una rata. Le costó lo suyo conseguirla. Es de las más grandes que
tiene, por eso cree que es una buena opción para empezar con sus pruebas. La
mezcla de varios venenos que ya tiene estudiados le darán sus poderes. De la
Goliat sacará la fuerza bruta.
Sin pensarlo dos veces, cierra
su particular biblia y mete el dedo índice dentro del mini terrario. El
arácnido se lanza a por el dedo en el mismo momento en que nota su presencia
dentro de su apretado hogar.
—¡AHHGG! —el grito se oye en
todos y cada uno de los pisos de la comunidad.
El dolor que siente Pedro es
apabullante. Los colmillos se hunden en la carne con una facilidad pasmosa.
Desgarran piel y carne como si fueran mantequilla, al mismo tiempo que de sus
dientes huecos sale la cantidad justa de ponzoña como para paralizarle todo el
miembro.
En cuanto nota el pinchazo saca
la mano del receptáculo. Dos agujeros de un tamaño considerable se diferencian
entre la falange media y el nudillo. De ellos supura un liquido blanco
transparente arrastrando restos de sangre.
Pedro se marea. El fogonazo se
extiende por todos los demás dedos y por la mano entera. Después por el brazo y
el pecho. El corazón entra en arritmia, nota como si cien caballos estuviesen
galopando dentro de su esternón. El aire le falta y la vista se le nubla sin
poder remediarlo. No recuerda haber sufrido un dolor tan intenso en los días de
su vida como el que ahora le recorre el cuerpo desde el último dedo del pie
hasta la coronilla.
Sufre espasmos y suda hasta
empapar la ropa. Tras unas fuertes convulsiones, se desmaya en suelo del
estudio.
Se despierta al día siguiente,
catorce horas más tarde. Un resto de babas y vómito ha resbalado de su boca
mientras dormía, manchando la moqueta y el cuello de su camisa. Aún se nota
mareado, pero nada en comparación con lo del día pasado.
Se levanta de forma pesada
mirándose el dedo de la mordedura. Puede ver como alrededor de los orificios de
entrada la necrosis ya está haciendo su trabajo. De momento es poco, pero dos
aureolas negras se diferencian del resto de la carne, amén de tener el dedo
como un pepino de medio kilo.
Pero se siente fuerte, más que
antes. Eso le hace pensar que su experimento ha funcionado. Sin dejar pasar un
segundo, y extasiado por la idea de que sus sueños puedan hacerse realidad y
convertirse en un superhéroe, retira todas las tapas de las urnas que adornan
la estancia.
Sus inquilinas no tardan en
salir. Decenas de arañas trepan por la decoración de los terrarios hasta asomar
por ellos. Grandes, pequeñas, peludas, gordas, negras, rojas y amarillas. Todas
y cada una de las especies que ha coleccionado durante meses escapan de sus
cárceles produciendo un ruido espantoso. Cientos de patas choquetean contra el
suelo, paredes y techo.
—¡Venid a mi! Venid a mi...
El frenesí que embarga a Pedro
anestesia el dolor lacerante del dedo necrosado.
En un instante todas se lanzan
sobre él.
Cientos de picaduras, miles. Las
arañas se ceban con su cuerpo inyectando una cantidad tal de veneno que hubiese
podido matar a cuarenta caballos. Las heridas aparecen en toda su anatomía como
por arte de magia, sonrosadas, pero al instante se tornan negras y moradas
debido a los hematomas que producen.
Le pican en los brazos, en las
piernas, en el torso y en la cara. A través de la ropa, da igual. Nada detiene
a los arácnidos en su misión destructiva.
Él apenas está ya consciente,
sin embargo las anima a que sigan haciendo su trabajo sobre su piel.
—¡Vamos! ¡Seguid! ¡Seguid!
Cuando cree que ya no podrá
moverse nunca más debido al dolor que atenaza sus músculos, todas se retiran a
los rincones más oscuros de la casa dejándole tirado encima de un charco de
mierda, sangre y orina. Sus esfínteres se han vaciado de forma irremediable.
Demasiado dolor.
Comienza a reptar por el suelo
de manera patética. Se agarra con las uñas a las finas juntas de la tarima con
el objeto de arrastrar todo el peso de su cuerpo. Cuando llega al pasillo ya
las ha perdido todas. Ni siquiera lo nota. El dolor de una uña arrancada no es
nada en comparación con el monstruoso sufrimiento que le está infringiendo el
veneno que corre por sus venas.
Después de unos minutos logra
llegar hasta el salón. Allí y tras un esfuerzo titánico, se incorpora hasta
tirarse de mala manera en el sofá. Con sus últimas fuerzas agarra el mando del
DVD y lo enciende.
Ahí está. Spiderman. La primera
de la saga, su favorita. Se desmaya justo en el momento en el que da al replay.
Despierta cinco días más tarde.
Lo primero que le extraña es no
estar muerto, eso le confirma que en realidad sus arañas le han conferido algún
poder que desconoce, aunque no de la manera que pretendía.
Sus ropas están hechas jirones
por el sillón. En algún momento de esos días, sus nuevos apéndices que ahora ve
con extrema repulsión, se han encargado de desgarrar la tela dejándole
completamente desnudo. De momento solo son pequeñas puntas saliendo de su
abdomen, pero su sola visión unido al dolor que todavía siente, hacen que se
vuelva a sumir en el mundo de la inconsciencia.
Cierra de nuevo los ojos
observando cómo Willem Dafoe se prueba su traje de Duende en la pantalla de la
televisión.
No se vuelve a despertar hasta
que el timbre suena con su peculiar melodía que conoce tan bien. Samsa está tras
la puerta con un paquete en las manos.
Yo te salvaré,
Mary Jane. Yo te salvaré, Mary Jane.
Jamás llegará al pomo de la puerta, es más, ni quisiera podría colarse
por la rendija de abajo y salir a saludar a Samsa hasta el felpudo que decora
el descansillo de su vivienda. Este es una bonita alfombrilla azul y roja que
le regaló una ex novia y que muestra a Venom y Spiderman cara a cara.
—Pedro, me voy... ¿Me oyes? No puedo estar aquí toda
la mañana —informa Gregorio desde fuera.
—Momen... un... momento...
—No espero más —dice el cartero dándole una palmada a
la madera justo por debajo de la mirilla.
Cuando hace eso, la puerta se abre de par en par
dejando a la vista el interior de la casa de Parker. A Samsa se le cae
el paquete de las manos cuando ve el pequeño piso. Tiene que reprimir un acceso
de vómito que sube desde lo más hondo de su estómago, y apunto de está de
conseguirlo, pero no lo hace. Se tapa la boca con las manos, sin embargo, el
pincho de tortilla que ha desayunado hace apenas media hora sale catapultado de
su boca como un geiser de mayonesa, patata y huevo.
Las telarañas ocupan todos y cada uno de los rincones
del hogar. De ellas cuelgan miles de insectos momificados y tantas bolsas de
huevos que ni siquiera se preocupa en contarlas. La pared, amarilla y negra por
partes iguales, apenas se vislumbra bajo la ingente cantidad de tela que cruza
de izquierda a derecha formando autopistas arácnidas para sus usuarias.
El suelo está pegajoso, repleto de sustancias blancas
y rojas y fragmentos de huevos abiertos. Samsa imagina que son fruto de la
eclosión de miles de minúsculas crías.
Al fondo del recibidor, donde el salón nace a su
diestra y la cocina a la siniestra, una estatua de Spiderman a tamaño natural
domina la bifurcación. Está agachado, con los brazos en alto y las palmas de
las manos hacia arriba, como si esa figura de cartón y madera fuera capaz de
sacar de sus muñecas la tela necesaria para subir por paredes y techo. De uno
de los espacios donde debería haber un ojo, sale con paso lento una tarántula
tan grande que apenas cabe por la abertura.
Hay mucha más parafernalia del superhéroe diseminada
por todos lados, pero tan sucia y rota que apenas se distingue donde acaba un
cómic o un DVD y empieza una revista o un disfraz. Amén de todo tipo de
lámparas, mesas y sillas decoradas con motivos similares. Es un museo de los
horrores.
Todo está oculto por kilos de mierda y vómito.
Incluso cree ver retales de piel y carne humana repartidos por el entarimado.
Pedro ve al cartero desde su posición. Está justo
delante de él, en el quicio de la puerta, con los ojos desorbitados y la
mandíbula desencajada. Ha tenido suerte, pues a punto ha estado de ser bañado
con la vomitona del funcionario. Ha caído a su lado salpicándole de gotas de
bilis sus afilados pelos negros.
—¡Estoy aquí, Samsa! —grita Pedro.
Pero no le oye. Su voz es demasiado floja para llegar
a los oídos de su visitante. No están en la misma frecuencia.
Su primera reacción es subir una mano, pero no
recuerda que los brazos son solo dos tumores amorfos que han sido desplazados
hasta el centro de su barriga y no tienen poder de decisión. En lugar de eso,
su tronco se comba hacia arriba y eleva sus dos patas delanteras como si fuera
un caballo desbocado.
—¡Hostias! —grita Gregorio asqueado mientras da un
pequeño salto hacia atrás. Apunto está de tropezar con el felpudo y caer
escaleras abajo, pero logra agarrarse a la barandilla en el último momento.
La araña que tiene delante mantiene su postura
amenazante, mostrando los colmillos y agitando los pedípalpos en dirección al
cartero. Emite un sonido siseante, una suerte de frotamiento que le da
escalofríos.
—¡Qué hija de puta...!
Pedro no sabe por que Samsa le insulta, pero le da
igual. Tiene que llegar hasta él y conseguir el paquete de la Clavata que
resbaló de sus manos cuando abrió la puerta. Solo está a unos pasos, sabe que
puede llegar hasta él si hace un esfuerzo.
Gregorio ve avanzar al monstruoso bicho. Corretea por
la tarima produciendo pequeños y rítmicos sonidos al chocar sus afiladas patas
contra la madera.
—¡Joder! ¡Aparta, asquerosa! —vocifera el cartero.
En un acto reflejo, eleva el pie hasta la altura de
la rodilla y lo descarga con todas sus fuerzas sobre Pedro. Lo último que le da
tiempo a este, aparte de ver con meridiana claridad el logotipo de Nike
en la suela de la zapatilla de Samsa, es proferir un gruñido sobrenatural a una
frecuencia que incluso llega a oídos del mata-arañas.
—¡NOOOOO!
Después de eso, un repugnante chof, acaba con
las pretensiones de Pedro de convertirse en un superhéroe. Un engrudo amarillo
y rojo sale por debajo de la suela de Gregorio acompañado de una pata
cercenada.
Durante unos segundos se queda pensativo, asustado y
asqueado al mismo tiempo, pues le ha parecido oír una voz humana procedente de
la araña. Justo en el momento de propinar el tremendo pisotón.
—No puede ser...
No es posible... —susurra aterrado al tiempo que una gota de sudor
resbala por su mejilla.
Retrocede de manera torpe levantando el pie de la
masa informe en que se ha convertido Pedro. Unos hilos pegajosos similares a
los de un chicle estirándose se forman en su suela cuando la retira del suelo.
El sonido que produce vuelve a revolver las tripas del cartero, pero no le
queda nada dentro para expulsar.
Mientras recula de camino al rellano de la escalera,
su codo topa sin querer con el timbre que ya tocó cuando llegó. La voz de Peter
Parker hace que el corazón le de un vuelco y casi le salga por la boca.
Yo te salvaré, Mary Jane. Yo te salvaré, Mary
Jane.
Gregorio Samsa abandona el edificio bajando tan rápido las escaleras, que
a punto está de caerse tres veces trastabillado por la acuciante necesidad de
salir de allí. Recuerda que ha olvidado el paquete en el rellano de la puerta,
pero por nada del mundo volverá a buscarlo.
Mientras baja, desde dentro de
los demás pisos escucha gritos, lamentos y ruidos que no puede ni quiere saber
que son, y cuando por fin llega a la puerta principal, jura que jamás volverá a
ese sitio.